sábado, 9 de septiembre de 2023

DUELO, MELANCOLIA Y MEMORIA: despojos fraternales y escriturarios en Catulo y César Vallejo

 Gustavo Geirola

Whittier College, Los Ángeles, California
A mi hermano M.
Introducción
En algún momento de su vida, entre el 84 y 54 a.C., en los tiempos de la República Romana, antes del Imperio de Augusto, Gayo Valerio Catulo escribió su “Poema 101” a la muerte de su hermano, muerto por tierras turcas de la Anatolia, según el mismo poeta nos refiere en su “Poema 65”, cuando expresa el dolor por la muerte de su hermano, “él a quien, arrancado a mis ojos, la tierra de Troya deshace al pie de la costa del Reteo. Te hablaré, pero nunca te oiré contar tus cosas, nunca podré verte, hermano más querido para mí que la vida; pero, en verdad, siempre te querré, siempre cantaré cantos de duelo por tu muerte”. Mucho tiempo después, en algún momento entre 1892 y 1919, César Vallejo, nuestro excelso poeta peruano, escribe su poema “A mi hermano Miguel”, motivado también en la muerte de su inseparable hermano, poema que Vallejo incluirá en Los heraldos negros (1919), dos años después que Sigmund Freud publicara su famoso ensayo “Duelo y melancolía” (1917). Es conjeturable que Freud y Vallejo, cada uno del otro lado del Atlántico, estuvieran escribiendo al mismo tiempo: el peruano, sacudido por la muerte de Miguel Ambrosio, ocurrida el 22 de agosto de 1915, cuando solo contaba con 26 años; el doctor vienés, tal vez, ya presentía con cierto estupor los estragos causados por la Primera Guerra Mundial y los horrores bélicos que vendrían después, los que volvieron a capturar su preocupación, como lo demuestra su intercambio epistolar con Einstein al inicio de la década del 30. El año 1925, por otra parte, es cuando Freud publica otro ensayo imprescindible que, a su manera, también involucra nuestra lectura de los poemas de Catulo y Vallejo; me refiero a “Notas sobre la pizarra mágica”, en el que intenta ofrecernos un modelo aproximado del aparato psíquico, particularmente su reflexión sobre la memoria y, a su modo, sobre la escritura, las huellas en el inconsciente de todos los estímulos que la conciencia no puede retener. Escritura, muerte y memoria forman siempre un nudo borromeo en el que cada uno de los anillos remite siempre a los otros, cada cual no es sin los otros.
Toda escritura, como hoy sabemos, carece de un original y, aun cuando lo hubiera, no siempre es posible documentar que un poeta posterior haya leído un texto previo escrito por otro. Toda escritura surge siempre a partir de una escritura previa, con o sin conocimiento de los autores. Nada nos autoriza a afirmar que Vallejo haya leído a Catulo; sin embargo, resulta fascinante poner ambos textos en conversación. Vallejo escribe su poema, sabiéndolo o no, sobre la superficie de cera de la pizarra mágica en la que están las huellas de la escritura catuliana. Es siempre fascinante hacer ejercicios de lectura y despreocuparse por dar evidencias, académicas o no, como en general ocurre cuando se trata de una disciplina conocida como literatura comparada. No es nuestra pretensión aportar algo a la literatura comparada, tampoco discutir si el poema de Catulo es o no es una elegía, si Vallejo es o no es modernista. Muchos de estos aspectos han sido ya discutidos por los académicos.
Catulo escribe desde un centro político y cultural que pronto será epicentro de uno de los imperios más grandes de Occidente. Vallejo, en cambio, escribe desde la periferia neocolonial, doble, porque escribe en Perú, pero ni siquiera desde Lima, sino desde un espacio provinciano. Está, pues, en los márgenes del imperio que le tocó sufrir: europeo en lo cultural, estadounidense en lo político. ¿O acaso Vallejo no hizo de la memoria atroz de la colonización española sobre las culturas indígenas, del capitalismo posterior y del cristianismo el motivo de su nudo borromeo poético?

Duelo y melancolía: cárcel de la muerte y sublevación de la vida
Ambos poetas, Catulo y Vallejo, escriben sus poemas como expresión de un duelo por la muerte de un hermano. Es una experiencia de pérdida, cantada por un varón sobre otro varón. Y por eso, como quería Freud con las famosas palabras antitéticas (1910), esa aflicción por la pérdida, no debe velar el otro sentido que el Diccionario de la Real Academia nos informa: “Combate o pelea entre dos, a consecuencia de un reto o desafío”. De entrada, pues, el duelo es un emblema de amor y odio. En su ensayo de 1917 Freud nos alerta que todo duelo se produce por “la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc.” ¿Cuáles son las posibilidades expresivas, si se puede decir así, en cierto modo fenoménicas, de una pérdida? Esta pregunta puede ser el hilo conductor de nuestra lectura. Y como lo indica el título de su ensayo, Freud quiere diferenciar el duelo –el proceso de la libido y los avatares del yo, que él categoriza de normal— de la melancolía, que supone algunas otras cuestiones y que, en cierto sentido, constituye la versión patológica del duelo.
Con el tiempo, la persona afectada por el duelo, el cual ha dejado a la libido sin el objeto amado, puede con cierto tiempo volver a investir su libido en otro objeto; el melancólico, en cambio, aunque comparte con el duelo “una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad”, agrega algo más: un malestar inconsciente, consistente en “la perturbación del sentimiento de sí”. La pérdida que provoca el duelo supone un objeto conocido; el individuo es consciente de que esa persona, patria o ideal amados no están más. Imaginamos que Vallejo habrá padecido no solo este duelo por su hermano Miguel, sino los posteriores: el causado por su migración a Francia y el de la caída del ideal revolucionario, sobre todo después de sus viajes a Moscú entre 1928 y 1931. El melancólico, según Freud, sabe que ha perdido ‘algo’, pero “no [sabe] lo que perdió en él”, es decir, hay un lado inconsciente que se le escapa y que hace retornar la libido, antes dirigida al objeto, hacia el yo, pero con signo negativo: el melancólico se debate en múltiples autorreproches, “se denigra y espera repulsión y castigo”. Hay algo que “devora su yo”. Para Lacan, tal como lo plantea en su Seminario 10, en el duelo y la subjetividad que lo define hay pérdida del objeto, pero también hay pérdida en el sujeto: “Sólo estamos de duelo por alguien de quien podemos decirnos yo era su falta”. Hacemos, pues, duelo por el objeto perdido y por esa otra falta, la que éramos como causa del deseo del otro, del que nos dejó. Interesante propuesta, sin duda, porque nos deja ver en el entramado doloroso del duelo cómo ya no somos su falta, pero hasta qué punto nos enfrentamos al peligro de continuar involucrados en su deseo. Y he allí el dolor del duelo y el riesgo de la melancolía: ese deseo del Otro puede llevarnos con él, arrastrarnos a nuestra propia muerte. Por eso el yo catuliano, como veremos, se despide rápidamente de su hermano querido y muerto, y reacomoda su libido, gracias al tiempo del viaje, no solo para investir un nuevo objeto (otra persona, otra patria, otro ideal), sino para ser otra vez la falta del otro, de algún otro otro, y ser deseado por él, ser su falta. Si el sujeto, en su duelo, no logra restructurarse, esto es, contornear con su palabra sus amores, sus identificaciones –aunque el objeto perdido siga quedando como un resto no siempre significantizable por completo—, entonces correrá el riesgo de caer en la melancolía, en la cual, a la manera de un ofrecimiento sacrificial, se pierde a sí mismo. Los rituales funerarios cumplen aquí la loable función de evitar la caída en la melancolía; son liturgias de la tradición y la cultura que facilitan la elaboración del duelo, puesto que éste es precisamente esa elaboración del dolor por la pérdida, que nos preserva del deseo del Otro, del que “yo era su falta” y que es básicamente lo que angustia.
La melancolía, o bilis negra en la teoría antigua de los humores, tiene una larga historia, desde el mundo antiguo hasta la medicalización en la psiquiatría y la actual transformación como ‘depresión’, plaga contemporánea, cuadro patológico con múltiples caras. Aristóteles la da un cierto valor positivo al ligarla a la locura y a la creatividad del genio; más tarde, esa perspectiva que llega hasta el siglo XIX, tomará rumbos clínicos como patología. Hoy, incentivada la depresión por la ciencia y, a la vez, paradojalmente asistida por ella en contubernio con la industria farmacéutica, nos da testimonio del arrasamiento del sujeto del inconsciente en la medida en que, como cómplices del avance neoliberal y global, la ciencia y el neoliberalismo en vez de promover que el sujeto le ponga palabras a su malestar, tamponan ese real doloroso con gadgets y medicamentos. Freud, al pasar, en su ensayo, reconoce que la autocrítica del melancólico nos hace pensar que “se acerca al conocimiento de sí mismo”, planteando por ende la pregunta de hasta qué punto haya que enfermarse para alcanzar una verdad de ese tipo. En otro ensayo arriesgará la conjetura de que haya verdad en el delirio del psicótico. En cierto modo, son pervivencias o huellas de la concepción antigua de la melancolía y la locura.
Freud, avanzado su ensayo, conjetura que los contenidos de esos reproches del melancólico a su yo fueron, en cierto modo, aquellos que, reprimidos, el yo no le hizo oportunamente al objeto amado. “Sus quejas {Klagen} son realmente querellas {Anklagen}”. Habría, así, una identificación del yo con el objeto resignado: se trata de una identificación narcisista igual a la del duelo, pero con la diferencia para el melancólico de que en este avatar de su libido sale “a la luz la ambivalencia [amor/odio] de los vínculos de amor”. El yo queda, en cierto modo dividido, luchando esas dos partes una contra otra. En publicaciones posteriores Freud irá explorando otras explicaciones de la melancolía ligadas a la pulsión de muerte y al superyó. El melancólico se automartiriza y saca de ello cierta cuota de goce: cuando no se logra resignar el amor por el objeto perdido, dicho amor “se refugia en la identificación narcisista”; el odio hacia el objeto, por el contrario, se ensaña con éste, lo insulta, lo denigra provocándole una satisfacción sádica. La división del yo crea un espacio de tensión, de lucha interna. Se trata, como vimos, de ese odio, de esa agresividad hacia el otro, hacia el objeto, que estaba reprimida bajo el velo del amor y que el melancólico vuelca ahora sobre su propio yo. Es la ambivalencia que también Lacan detalla en el estadio del espejo –donde el yo [moi] adviene, y más precisamente frente a ese otro hermano, el intruso, ese doble, que ahora viene a disputarle los amores y los privilegios de sus padres. La investidura del melancólico experimenta un destino doble: una parte regresa a la identificación, al narcisismo, y la otra despliega el conflicto de la ambivalencia hacia la etapa del sadismo más originaria, a una instancia pulsional en la que no falta la pulsión de muerte la cual explica que, más allá del enorme amor de libido narcisista del yo, promueve en algunos casos el deseo de autodestrucción.
Finalmente, Freud nos lleva a considerar la manía como la contraparte eufórica de la melancolía: se trata del despliegue de “estados de alegría, júbilo o triunfo” por las que el maníaco “parte, voraz, a la búsqueda de nuevas investiduras de objeto” como vía de escape para emanciparse del dolor que éste le produjo con su partida. En cierto modo, esta consideración del maestro vienés tiene también una genealogía: recupera, a su manera, el legado de la característica demoníaca del melancólico. Sea como fuere, duelo ‘normal’ o melancólico, Freud concluye su artículo especulando, a falta de mejores investigaciones realizadas hasta ese momento, que en última instancia el yo rehúsa seguir el mismo destino del objeto y de ahí que se deje “llevar por la suma de satisfacciones narcisistas que le da el estar con vida”. La voluntad de vivir, a su manera, quiere proseguir; el yo de alguna manera, como lo planteaba Foucault en un artículo de 1979, se subleva bajo la consigna de “no obedezco más” y “echa en la cara de un poder que estima injusto el riesgo de su vida”. Al orientar, entonces, su deseo hacia otros objetos, abre la cárcel de la muerte en la que se hallaba por la pérdida y, en un ejercicio de libertad, vuelve a hacer historia –cualquier historia, loable, criminal o decididamente loca—, asumiendo los riesgos de nuevas elecciones, construyendo sus nuevos imaginarios, volviendo a ilusionarse con nuevos proyectos y apostando a definir una nueva utopía, a la vez que difiere y lucha a su manera con el despotismo e inevitabilidad de la Muerte.

Freud piensa aquí la pérdida como muerte del objeto amado, pero nos deja la pregunta por las otras que había mencionado al principio de su ensayo, aunque podemos nosotros por nuestra cuenta especular: el individuo que deja su país sigue su vida en otro, no obstante su nostalgia; el individuo que ha perdido el ideal (como todos nosotros desde finales del siglo XX con la caída de la función de la ley, del Padre y de los ideales revolucionarios y su utopía) seguimos adelante y, en esta crisis emocional dolida, buscamos –como sucede en dos libros claves, The Classical Tradition, del británico Gilbert Highet, de 1949 y European Literature and the Latin Middle Ages, del alemán Ernest Robert Curtius, de 1953, escritos frente a la devastación bélica en Europa, y tal como se aprecia en la última producción de Michel Foucault—, nuevas alternativas para ir más allá de la ruinas, evitar la melancolía y procurarnos ‘el cuidado de sí’ dirigiendo nuestra mirada a los textos antiguos, a fin de retomar la conversación con el mundo clásico, avasallado por el cristianismo.

Catulo: Poema 101
Multās per gentēs et multa per aequora vectus
     adveniō hās miserās, frāter, ad īnferiās,
ut tē postrēmō dōnārem mūnere mortis
     et mūtam nēquīquam alloquerer cinerem.
quandoquidem fortūna mihī tētē abstulit ipsum.
     heu miser indignē frāter adēmpte mihi,
nunc tamen intereā haec, prīscō quae mōre parentum
     trādita sunt trīstī mūnere ad īnferiās,
accipe frāternō multum mānantia flētū,
     atque in perpetuum, frāter, avē atque valē.

Una traducción lo más literal posible sería:

A través de muchas naciones y muchos mares
he llegado, hermano,
a estos miserables ritos funerarios,
para que pueda otorgarte el regalo final de la muerte
y para vanamente hablarle a tus cenizas
silenciosas, desde que la fortuna te ha robado
¡ay desgraciado hermano¡ injustamente arrebatado lejos de mí.
Mientras tanto, no obstante, recibe aquellas
que según la paterna tradición
se tributa a los muertos, fueron entregados como un triste regalo
completamente recubierto de lágrimas fraternas.
Y para la eternidad, saludos y despedida, hermano.

Otra traducción al español, bajada de la Internet y de traductor desconocido, cuenta con algunas palabras que no responden al texto latino (traición, destino):

Después de recorrer muchos países
y mares, he llegado, hermano mío,
para asistir a tus exequias tristes,
para rendirte el último tributo
y vanamente hablarle a tus cenizas
mudas, porque el destino te ha apartado
de mi lado a traición, injustamente.
Ahora, toma al menos esta ofrenda,
que según la paterna tradición
se tributa a los muertos, recubierta
por completo de lágrimas fraternas.
Este es mi último adiós, querido hermano.

Los eruditos han debatido si se trata o no de un poema clasificable como elegíaco. No entraremos en esa polémica: nos importa saber que se trata de un poema sobre un duelo. ¿Melancólico o no? Hay una preponderancia del yo en las marcas gramaticales, en la forma de reportar la ofrenda y, de alguna manera, en la salida del duelo. El sujeto poético ha viajado grandes extensiones por mar y por tierra para llegar a la tumba de un hermano –cuyo nombre no se menciona— y realizar los ritos funerarios. Ha habido, pues, dos viajes como habrá dos separaciones y dos despedidas: primero, el del hermano, que ha viajado y se ha apartado del sujeto poético para encontrar su muerte; segundo, el viaje del sujeto poético para encontrarse con su hermano muerto, injustamente arrebatado por la caprichosa fortuna; es probable que haya habido antes, como hay al cierre del poema, un adiós, una despedida. El vocablo latino ‘ave’ que aparece al final, puede traducirse como ‘adiós’, pero también como un ‘hasta pronto’ o ‘hasta la vista’, lo cual abre la esperanza de un encuentro en el más allá. El poema nos da cuenta del viaje para “hablarle a tus cenizas mudas”, es decir, a un interlocutor que ya no puede responder. La falta de respuesta del muerto también aparecerá, como veremos, en el poema vallejiano. La separación de los hermanos nos alerta de un tiempo transcurrido desde el viaje del desgraciado hermano que se ha alejado, hasta el del sujeto poético para rendirle los ritos funerarios, en la medida en que lo ha hecho “A través de muchas naciones y muchos mares”. Durante ese tiempo y esas travesías, el duelo por la pérdida del hermano amado ha podido elaborarse al punto que, al final, casi sin emoción, hay apenas una despedida una vez cumplidos los rituales funerarios impuestos por la tradición paterna, esto es, según los mandatos del registro simbólico de la cultura. Se ha llegado para depositar una ofrenda triste bañada en lágrimas fraternas, pero como sumisión al ritual, como un deber requerido por la costumbre, más que lágrimas provocadas por el inminente conocimiento de la muerte del hermano que, como lo vimos en el “Poema 65”, afectaron grandemente al yo poético. De ahí, debido al tiempo transcurrido entre la muerte y las exequias, es que haya una despedida, ya no temporaria como debió haber ocurrido tal vez en el pasado, cuando ambos estaban vivos, sino una definitiva, “para toda la eternidad”, saludos y adiós, o hasta pronto/hasta la vista y adiós. Esa despedida es casi una fórmula, fría, y deja al sujeto libre para seguir su viaje o su vida, esto es, investir su libido en otro objeto.
Tenemos así instancias que se repiten, casi paralelas, pero in vita et in morte. Tenemos un viaje del hermano hacia tierras lejanas, el viaje del yo poético hasta la tumba, el viaje del objeto perdido hacia otra dimensión y el nuevo viaje del sujeto hacia la vida, una vez contabilizada la muerte y terminado el duelo. La palabra ‘hermano’ también se repite, como el “muchas/os” del verso inicial, que suenan como si el sujeto poético quisiera hacerle saber al muerto de su esfuerzo realizado no tanto por el amor al hermano mismo, sino por la injusticia de la fortuna que se lo ha robado, se lo ha arrebatado sorpresiva, inesperada y cruelmente de la propiedad emotiva que lo unía a él. De alguna manera, en ese “robado injustamente” escuchamos la versión lacaniana del “yo era su falta”, es decir, la fortuna le ha arrebatado a ese otro que lo deseaba. Y si bien se hace el reproche a ese Otro que es la impredecible fortuna, no deja de haber un velado reproche al muerto por su alejamiento, por su muerte y por su silencio. A la imposibilidad de hablarle al muerto y obtener su respuesta, se acopla paralelamente el darle u ofrecerle las ofrendas empapadas de lágrimas, como mandato superyoico de la cultura, además del mencionado esfuerzo personal del viaje por mares y territorios muy extensos. Es como si el sujeto poético estuviera en cierto modo proyectando en el hermano la deuda/culpa simbólica que tiene con él. De ahí, nuevamente, que el saludo y despedida final asuma ese tono sin marcadores de emoción.
El poema, a diferencia –como veremos— del de Vallejo, no registra ninguna memoria, no hay recuerdos, solo enumera las acciones del sujeto poético: he viajado, he intentado sin éxito de comunicarme, he ofrendado, he cumplido con los rituales que manda la tradición paterna, es hora, pues, hermano, de despedirnos y para mí de partir, tú ya lo ha hecho dejándome sin ti y triste. Es un poema centrado en el yo quien ha saldado las cuentas y no queda dividido contra sí mismo, como en el melancólico, entre amor y odio; la identificación narcisista del sujeto poético (lo ‘fraterno’ que casi opera como espejo) queda intacta y lista para investir otros objetos, aunque la frialdad de la despedida final, tal vez esperanzadora de un más allá, no deja de hacer sentir el horror a la muerte propia, porque si la Muerte no es especularizable, el hermano perdido no deja de instalar la muerte como tal.
La señal de la angustia, que nunca engaña respecto de la muerte propia, no aparece monumentalizada en este poema de Catulo; en Vallejo, como veremos, es velada melancólicamente por el sujeto poético en ese poema temprano, cuando todavía no tenía que enfrentar otras pérdidas (país, ideales); en el poeta peruano percibimos, a diferencia del yo poético catuliano que se despide, se subleva y marcha rápidamente en búsqueda de la satisfacción narcisista de estar todavía con vida, dejando atrás una suspensión, una parálisis melancólica del sujeto.

César Vallejo

A mi hermano Miguel
Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,
donde nos haces una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: "Pero, hijos..."

Ahora yo me escondo,
como antes, todas estas oraciones
vespertinas, y espero que tú no des conmigo.
Por la sala, el zaguán, los corredores.
Después, te ocultas tú, y yo no doy contigo.
Me acuerdo que nos hacíamos llorar,
hermano, en aquel juego.

Miguel, tú te escondiste
una noche de agosto, al alborear;
pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste.
Y tu gemelo corazón de esas tardes
extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y ya
cae sombra en el alma.

Oye, hermano, no tardes
en salir. Bueno? Puede inquietarse mamá.

Basta la primera lectura para darnos cuenta de que estamos ante una pérdida, la del hermano, como en Catulo, pero expresada de manera totalmente distinta. La pérdida del objeto amado es otra vez, como en el romano, por muerte; sin embargo, el poema está atravesado por la memoria. No hay aquí todavía un duelo elaborado; el poema parece ser parte del proceso de duelo, pero el yo todavía está invistiendo su libido en el objeto perdido. No hay ni ofrendas ni exequias; no se registra la muerte, sino la desaparición, en el juego de las escondidas y en la vida. La desaparición es la figura de un duelo inconcluso, infinito, con todos los riesgos de una caída en la melancolía.
En América Latina, desde la colonia hasta nuestros días neocoloniales, las muertes no se pueden contabilizar: son muchas; los afectados por el duelo (en todos los países de la región, como iniciaron las Madres de Plaza de Mayo en Argentina, como los familiares de los estudiantes desaparecidos en México, pero con réplicas en cada país) piden la aparición de sus seres queridos con vida. Mientras no aparecen, mientras se auscultan cadáveres anónimos en fosas comunes, el duelo queda en un suspenso, porque las investiciones libidinales al objeto siguen sobre el objeto, al que no se le da partida de defunción. Se trata aquí de un pedido de justicia que extiende en el tiempo la demanda para, según el veredicto, según la respuesta del Otro, poder recién iniciar el duelo. Hay un juego permanente entre opresores y oprimidos, procesos que se acercan a la verdad pero que la corrupción jurídica y política del Otro inmediatamente disuelve. No por casualidad, como corresponde a un poeta genial y profeta, Vallejo incorpora la voz de la madre: “Pero, hijos…”. Oración incompleta, suspensiva que abre a varias interpretaciones.
La pérdida se registra, ya no como muerte, como lo vimos en Catulo, sino como falta por ocultamiento: “nos haces una falta sin fondo”, es decir, se trata de un vacío dejado por el objeto, pero no de muerte del mismo. Viracocha, en el mundo andino, ya también había creado el mundo y se había marchado, dejando el vacío, su falta, que el cristianismo –inventando un dios único para suplantar el politeísmo incaico y sus Huacas—  llenó cruelmente con sus fantasmagorías, las cuales desmantelaron las cosmogonías y los sistemas religiosos indígenas, incluidos sus ritos funerarios.
El sujeto poético vallejiano se inicia con una primera persona singular y en presente, para inmediatamente involucrar a los otros deudos y recuerdos del pasado: se pasa al plural, porque la pérdida les incumbe a todos: “nos haces”. De un salto, el recuerdo transporta a un pasado infantil, donde se jugaba bajo la caricia y el cuidado maternos. El “pero, hijos…” pareciera indicar que éstos no se estaban comportando como la progenitora esperaba; hay allí un reproche, ya casi melancólico, que el yo asume sin hacerse cargo, proyectándolo sobre la voz materna. Las quejas, como apunta Freud, se manifiestan como querellas en el melancólico.
Como en Catulo, hay en el poema vallejiano un tiempo, pero no el cronológico del viaje, sino el de la memoria, del pasado lejano, infantil, evocado por el recuerdo, que es un juego a las horas vespertinas, y el de la muerte insoportable y dolorosa, un recuerdo adulto, también pasado, pero más cercano al presente de la escritura, más fáctico, que ocurre al alborear. Observamos, además, un calibrado juego de luces y sombras. El primer pasado se torna presente, porque evoca el juego, en el que el sujeto se esconde y espera no ser encontrado: “Ahora yo me escondo, / como antes”. El sujeto poético se esconde en el presente de la escritura, como antes cuando quería ser encontrado. Luego el ocultamiento se invierte para el otro, para el objeto. Pero el objeto amado, ese otro gemelo y especular, ese otro se ha escondido y no regresa, y por ello el sujeto poético “se ha aburrido de no encontrarte”.
El aburrimiento, producto de una larga espera, es una insatisfacción que parece tener rasgos melancólicos: en el aburrimiento –como lo vio Lacan— está cancelada la sorpresa, algo se ha hecho lo suficientemente regular, se ha repetido tanto que ya no hay manera de asombro; lo que sorprende al yo poético, sin embargo, es la desaparición prolongada del “gemelo corazón”. El ocultamiento del objeto querido, como quería Lacan, alerta al sujeto sobre algo más radical: como ocurre con el “Bueno?” al final del poema –cuya falta escrituraria del signo de interrogación inicial ya da cuenta de la afánisis del sujeto— el juego, en tanto reglado, también indica un pacto con el otro, que no debería romperse. Ese pacto hace posible velar la señal de una pérdida, de un ocultamiento definitivo. Es, pues, una señal de angustia, porque ese deseo para el cual el sujeto mismo era su falta pareciera estar ausente; se produce un vacío en el propio yo del sujeto poético, causado por la desaparición del hermano querido, quien se ha llevado algo valioso de su yo. Por eso, se cancelan las posibilidades de continuar el juego, ya que la muerte lo interrumpe, generalizando el sombrío ánimo, el irreversible paisaje, en las “tardes / extintas”.
Solo queda el recurso a la memoria y a la escritura: el título del poema es el típico de las dedicatorias (“A mi hermano M.”), de modo tal que el poema en sí es, si no la ofrenda, sin duda el reproche melancólico del sujeto poético que evoca al desaparecido (cuya muerte no puede todavía contabilizarse completamente) y a su vez es un medio de llenar el vacío dejado por el otro y su deseo. Notemos que en el juego a las escondidas son los cuerpos los que desaparecen y aparecen o son encontrados; el sujeto poético pareciera participar de un juego como el del famoso fort-da freudiano, en el que se recupera como sujeto frente a la ausencia del otro. De ahí la referencia al aburrimiento, porque no hay otro objeto más que el hermano para llenar el vacío producido por el ocultamiento. Estamos aquí lejos del aburrimiento contemporáneo donde a las velocidades incitadas por el neoliberalismo, el niño y también el adulto quedan atiborrados de objetos, unos tras otros, todos desechables, todos inmediatamente prescindibles. Ese desesperado pasar de un objeto a otro correspondería a la manía, como la otra cara de la melancolía. Esa manía, que a su manera percibe la señal que es la angustia, se da como un atiborrarse de objetos artificiales y actividades compulsivas. El modo maníaco es eufórico en su afán por taponar el vacío y rechazar la angustia –la falta de la falta, la angustia que no es sin objeto, pero que no puede taponarse con mercancías. La manía, al pretender taponar ese vacío, obstaculiza la elaboración del duelo. Lacan señalaba en el Seminario 7 sobre la ética, que los bienes son el más poderoso tapón para el deseo, que es justamente lo que se trata de rehabilitar después de un duelo para dar continuidad a la vida. Pero la angustia, que no es engañosa, no se tapona porque es una señal que nos recuerda lo real, que nos delata nuestro ser como puro tiempo, de cuyo futuro tenemos la completa certeza, más que miedo, porque el miedo es un objeto conocido, pero la muerte no lo es: la muerte no tiene ni imagen ni palabra que la presentifique, la designe o la describa. La muerte es eso real que “no cesa de no inscribirse”, incluso que vuelve siempre al mismo lugar, del que queremos desentendernos y cuando no lo logramos, es el aburrimiento el que nos abruma a la vez que nos da un guiño sobre el vacío que pretendemos colmar con el consumo de bienes. En El mundo como voluntad y representación ya nos alertaba sobre “aquella parálisis que se muestra en la forma del terrible y mortecino aburrimiento”, como contraparte de la voluntad; dicho aburrimiento emerge cuando –como ocurre en el mundo contemporáneo, al sujeto “le faltan objetos del querer porque una satisfacción demasiado fácil se los quita enseguida”. El objeto de la angustia es por eso el objeto causa del deseo, ese real perdido e inalcanzable, objeto caído que testimonia de un goce irrecuperable, el goce de no ser, de retornar a lo inorgánico, de no sufrir, de no padecer; acercarse demasiado a dicho objeto causa del deseo, del que nos defiende el fantasma como puede, es simplemente aproximarse a lo letal. Ese objeto, entonces, más que perdido, está por el contrario siempre allí, y nos acosa, nos lo queremos sacar de encima, de él tenemos que partir, como Catulo, hacia otro objeto, nunca completamente satisfactorio, sustituto, pero que abre el camino metonímico del deseo y, por ende, del vivir. Por eso, la salida del duelo –de ese duelo que nos ha sorprendido al poner en el lugar de nuestro objeto de deseo al objeto perdido— consiste en la sublevación para recuperar el deseo de vivir, de seguir viviendo, de ilusionarnos en que algún día podremos satisfacer nuestro deseo. De ahí que la ausencia del duelo nos obliga a recordar otra ausencia fundamental, la falta de la falta, la ausencia de la ausencia, es decir, la falta de nosotros mismos. Es el duelo precisamente el que certifica que, aunque temporariamente haya afánisis del sujeto, no hay muerte del deseo, porque éste puede volver a investirse sobre otro objeto.
El espacio era en Catulo un recorrido por mares y tierras, por grandes extensiones para llegar a la tumba de su hermano. En Vallejo, en cambio, el ocultarse y aparecer parece instalarse en un mapa más limitado, preciso: la casa familiar, “nuestro primer universo”, lo llama Bachelard en La poética del espacio, donde hay rincones conocidos para ocultarse. Al atardecer, en el poyo de la casa, el sujeto espera el retorno, la aparición con vida del hermano desaparecido, al que dar por muerto, y se “ha aburrido de no encontrarte”. El paisaje es crepuscular; se trata de un afuera que implica el claroscuro interior, que se expande por la intimidad de la casa para permitir la dinámica del juego: la sala, el zaguán, los corredores. El atardecer de aquellas “oraciones vespertinas” que auspiciaban el juego, termina ensombreciendo el alma: “cae sombra en el alma”. Obsérvese que no dice “mi alma”: tal vez porque se trata del alma plural, de todos en la casa y del prójimo fuera de la casa, o tal vez porque el sujeto poético siente que su alma ya no le pertenece, el otro se la ha llevado consigo: ‘yo era su falta’.
La espacialidad es crucial, sea en el juego, en la casa, en la memoria o en la escritura. El poyo es un lugar fronterizo entre lo privado y lo público y señala, en cierto modo, esa doble característica del duelo necesaria para su superación: lo íntimo y privado por un lado y lo público por otro; límite también temporal entre el pasado y el presente, la memoria y la mirada del Otro. No descuidemos que la mención de la madre también remite a un hogar primordial; Bachelard habla de “la maternidad de la casa”. Casa y madre: lugares de protección. “Los recuerdos del mundo exterior no tendrán nunca la misma tonalidad que los recuerdos de la casa”, dice Bachelard. El juego tiene un ritmo marcado por lo familiar y lo ominoso, como Freud lo ha explorado, en la medida en que, de pronto, la muerte interviene para ocultar al objeto definitivamente. Uno puede ocultarse riendo o bien ocultarse con tristeza. Pero el juego mismo involucra ambas emociones, como si jugar a las escondidas en la infancia fuera ya un anticipo siniestro de la muerte, en la que los niños no piensan, pero cuyo dolor de existir registran; Vallejo lo escribe genialmente: “Me acuerdo que nos hacíamos llorar”, es un componente sádico que opera mutuamente. Ese llanto y ese goce sádico permite regresar a la interpretación de la palabra materna: “Pero, hijos…”, quien puede ver en el juego dicho componente sádico y siniestro, razón por la cual “puede inquietarse”.
Vallejo, a diferencia de Catulo, no sólo pluraliza el yo e incorpora la palabra materna, sino que también le habla al hermano, al que no se supone definitivamente mudo y al que se apela, por eso, en un tono coloquial: “Oye, hermano, no tardes/en salir. Bueno? Puede inquietarse mamá”. Apela a la respuesta del “gemelo corazón”, no tanto para él, sino para la madre, la que da vida, pero no puede revalidarla.

Catulo y Vallejo: dos alternativas a la pérdida de objeto
Si Catulo nos da un poema escrito cuando el duelo se ha superado, si se puede ya despedir de su hermano muerto y seguir viaje, es decir, orientar su deseo hacia otro objeto, Vallejo, en cambio, se queda en ese limbo melancólico, con sutiles reproches por la desaparición del hermano, que pareciera continuar jugando a las escondidas, con un gesto sádico que solo hace llorar en el presente y que, en paralelo con el juego evocado por la memoria, deja percibir el autorreproche del yo melancólico. En ambos poemas asistimos al encuentro con un objeto perdido, mundano o no, que los concierne, y más que la perdida en sí, ambos escenifican escriturariamente dicho encuentro, el encuentro con la patencia de la muerte, con estrategias diferentes. Es la escritura la que, a su modo, particulariza al sujeto, a cada uno de nuestros sujetos poéticos, y a la vez da cuenta del deseo de vivir, de vencer a la muerte propia. La escritura, como quería Horacio, está siempre del lado del non omnis moriar y es, por eso, una sublevación del sujeto frente a la muerte, frente al deseo del Otro; y aunque esa sublevación sea a la larga ineficaz frente al Amo Absoluto, no lo es frente al deseo del otro, el objeto amado y perdido, puesto que allí la finalización del duelo, la despedida y la partida hacia otros rumbos no dejan de ser un atisbo de libertad del sujeto en este mundo plagado de opresiones.

BIBLIOGRAFIA
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Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación. Traducción, introducción y notas de Pilar López de Santa María. http://www.juango.es/files/Arthur-Schopenhauer---El-mundo-como-voluntad-y-representacion.pdf

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